
Créeme si te digo que París es adictiva. Tiene un no sé qué que se te agarra el pecho la primera vez que la pisas y ya no te suelta. Es hipnotizante, es puro negocio y arte; es mestizaje. Viste de gris Eiffel y rojo Molino, azul Saint Michel e inmaculado Sagrado Corazón. Sus múltiples lenguas acarician subterraneamente las huellas del tiempo y a veces te saludan por unas bocas enmarcadas con un Metropolitain, guiños de art nouveau en los cimientos.
Huele a historia, tiempo embotellado, a agua dulce y piratas bien educados; protocolo exquisito y la ópera sonando, mientras dos señoritas toman café de lujo, una junto a la otra, en una terraza enfrente de Chanel. Una pareja baila tango en el Sena mientras un jóven con foulard y sandalias se lía un cigarrillo que se fuma a media con la chica de las gafas de pasta negra. También comparten champán y sus autores favoritos que luego buscarán en alguna librería del Barrio Latino.
Si madrugas, ¿Has visto amanecer desde Montparnasse? Sube a la torre con zumo de naranja y croissants, que desde el piso 59 te sabrá más dulce. Pero no más que una crêppe de chocolate, al lado de Lafayette no eran demasiado caras, y junto a las galerías, un poster de Desayuno con Diamantes (comprueba que dentro hay un Tiffany's) Cuando tengas calor báñate en la Defensa, su fuente está acostumbrada a turistas inocentes que no saben esquivar sus escalones, aunque para escalones los de Montmartre. Debe de haber miles de ellos, son un atentado contra la salud (no creo que haya pintores asmáticos). Aunque si llegas a subir las escaleras, cuando pasas por la Rue Meurt d'Art, respiras bohemia y es entonces cuando tus pulmones se calman pero tu corazón se acelera al leer un cartel que anuncia: Amar es el desorden, ¡así que amemos!