domingo, 15 de mayo de 2011

Y contemplo y bailo y sonrío como una idiota

Sentirse pequeña, naranja aplastada, estrellada contra la acera. Disminuída y desgarrada.


Cuando vives con un guión predeterminado donde tu horario, mal hilvanado con tus verdaderas pasiones, se deshilacha como una manta vieja, y son precisamente sus hilos los que te ahorcan y al mismo tiempo agarras fervientemente por miedo a no tener nada más. Así, justo cuando vives así, piensas que a cada paso que das cualquier otro podría resbalarse con el rastro de des-autoestima y auto-menosprecio que tu cerebro gotea al caminar, ese jugo amargo que nadie quiere probar pero que se puede oler a kilómetros de distancia.

Ya no me queda argumento y siempre ensayo la misma escena que no lleva a ninguna parte. Soy un Titanic diminuto que bucea en un océano de incertidumbre y estoy a punto de tragarme el núcleo terrestre.

Si me paro a pensar en lo deprimente del asunto se me paran los relojes y me quiebro un poco por dentro si le intento dar importancia; entonces digo "No es para tanto, tienes sonrisas idiotas guardadas en los bolsillos y nadie te las puede arrebatar". Aún así, veo el resto del mundo patinar sobre el zumo de mis zapatos e incluso resbalar y caerse sin preguntar ni una vez el por qué de ese misterioso acontecimiento, que incluso se puede llegar a repetir varias veces la escena. No es el mejor público, pero es el que está dispuesto a caerse. Aún mirándolo con esos ojos, no dejo de plantearme que quizá ser diferente sea mi salvación y al mismo tiempo mi condena. Por ese motivo, si me quedo en blanco y ya no tengo más jugo que puedan exprimir, si ya no me quedan fuerzas y me resbalo conmigo misma tropezando con las suelas de mi zapatos en mis ideas, bailo. No pienso y bailo. Me pongo el vestido marrón y dejo que el desasosiego haga el resto. (Y cierre el telón)