miércoles, 26 de agosto de 2009

París.


Créeme si te digo que París es adictiva. Tiene un no sé qué que se te agarra el pecho la primera vez que la pisas y ya no te suelta. Es hipnotizante, es puro negocio y arte; es mestizaje. Viste de gris Eiffel y rojo Molino, azul Saint Michel e inmaculado Sagrado Corazón. Sus múltiples lenguas acarician subterraneamente las huellas del tiempo y a veces te saludan por unas bocas enmarcadas con un Metropolitain, guiños de art nouveau en los cimientos.

Huele a historia, tiempo embotellado, a agua dulce y piratas bien educados; protocolo exquisito y la ópera sonando, mientras dos señoritas toman café de lujo, una junto a la otra, en una terraza enfrente de Chanel. Una pareja baila tango en el Sena mientras un jóven con foulard y sandalias se lía un cigarrillo que se fuma a media con la chica de las gafas de pasta negra. También comparten champán y sus autores favoritos que luego buscarán en alguna librería del Barrio Latino.

Si madrugas, ¿Has visto amanecer desde Montparnasse? Sube a la torre con zumo de naranja y croissants, que desde el piso 59 te sabrá más dulce. Pero no más que una crêppe de chocolate, al lado de Lafayette no eran demasiado caras, y junto a las galerías, un poster de Desayuno con Diamantes (comprueba que dentro hay un Tiffany's) Cuando tengas calor báñate en la Defensa, su fuente está acostumbrada a turistas inocentes que no saben esquivar sus escalones, aunque para escalones los de Montmartre. Debe de haber miles de ellos, son un atentado contra la salud (no creo que haya pintores asmáticos). Aunque si llegas a subir las escaleras, cuando pasas por la Rue Meurt d'Art, respiras bohemia y es entonces cuando tus pulmones se calman pero tu corazón se acelera al leer un cartel que anuncia: Amar es el desorden, ¡así que amemos!

sábado, 8 de agosto de 2009

À bientôt!


Sabes que será imposible olvidarte;
sabes que te querré cada día un poquito más.

martes, 4 de agosto de 2009

Golpe a golpe, verso a verso...

Como no estaba hecha para correr, Carolina no fue detrás de su padre. Sí, prefirió dejarlo ir, que siguiera fluyendo entre la marea humana que lo rodeaba. Otro desconocido más alejándose. Y a pesar de defraudar a su voz/voces interiores, no las ignoró radicalmente: se prometió a sí misma que en breve le haría la visita de marras para reestructurar todo aquello que según sus Carolinas se había desmoronado con el tiempo. Una ola había derribado el castillo que todo padre y toda madre construye al enterarse de que van a tener una hija. Una ola de ira, de rabia, de desesperación. Porque Carolina era sosegada por naturaleza pero tenía un pronto terrible (mar embrabecido, noche tormentosa, torrente febril) o al menos eso le decía su madre cuando la llamaba por teléfono. Ella traía fuego en las venas de nacimiento a pesar de que era agua, y eso nunca lo tuvieron en cuenta sus padres.
Llegó a su casa y nada más entrar por la puerta sonó el teléfono. Era su madre.
-¿Sí?
-Menos mal que lo coges, llevo todo el día intentando hablar contigo.
-Pues adelante, ¿qué quieres?
-¡Joder! qué borde eres cuando quieres, yo no entiendo ese enfado que tienes con el mundo- Carolina empieza a desesperarse, a aguantarse las ganas de colgar.- Pues nada hija, decirte que me voy una semana con tus tíos de viaje y que se queda la casa de la playa sola, que te vayas si quieres porque sé de sobra que no querrás venir con nosotros- (No mamá, no tengo ganas de cambiar pañales y aguantar gritos.)- Así que te dejaré mañana una copia de la llave a las nueve menos cuarto.
-Vale, nos vemos mañana.
-Adiós. Y haz el favor de perdonar al mundo, que no te hemos hecho nada.
-Sí, mamá, sí.

Carolina se exaspera a menudo cuando hablan; tiene el don de sacarla de quicio en milésimas de segundos y a veces ni siquiera son necesarias las palabras. Por eso, por la pesdumbre de aguantar siempre los mismos reproches su "enfado" con el mundo, como ella decía, se fue desvirtuando y haciendo cada vez más grande, hasta el punto de que se le olvidó por qué estaba enfadada. Si es que de verdad lo estaba, porque la única que lo afirmaba era su madre, que se dedicó a cincelar esa idea en su cabeza sutilmente, golpe a golpe, hasta asimilarla como suya. Ésa era una de las desgracias de Carolina, la inseguridad y la falta de equilibro, la duda que la envolvía (se acurrucaba en ella cada noche) No saber si era víctima o culpable. La incertidumbre y el no saber quién era; verse una desconocida.
Por eso Carolina quiere ser.