miércoles, 22 de julio de 2009

Haciendo hueco por dentro.

La primera vez que viajó a París, Carolina se vio obligada a coger el metro y maldijo por dentro la inmensidad de la ciudad: simplemente le aterrorizaba. Era extraño, profundo, subterráneo y lleno de desconocidos que destrozaban su espacio vital. Carolina sentía que le faltaba el aire y deseaba que terminara el trayecto cuanto antes.Siempre evitaba cogerlo, hasta que un día un letrero de Metropolitain la hipnotizó y cuando quiso darse cuenta se deslizaba escaleras abajo hacia otro mundo.
Carolina es
extraña
profunda
subterránea.
Está fragmentada en miles de Carolinas que reclaman su atención, el contacto con la más real de todas, o mejor dicho, la única física, material, palpable. Invaden el territorio que solamente ella quiere ocupar.
Carolina es de todo un poco y nada al mismo tiempo, por eso quiere ser. Because I wanna be, se le viene a la mente la frase de una película, mientras abre la puerta de la gasolinera y aspira diésel y cuero empapado en sudor.
Avanza y se sumerge en la avenida. Sus ojos son boca de metro, por ellos se cuelan todas las miradas, todos los suspiros y anhelos, todos los semáforos en verde y los abrazos de reconciliación en mitad de la calle. Gente. Mucha gente.
Carolina huye del egocentrismo, pero a veces le resulta inevitable pensar que es la pieza que hace girar el eje de un mundo que cojea y tropieza constantemente. Sus venas son trenes que descarrilan o no según su frecuencia cardíaca. Sístole. Diástole. Extrasístole.
De pronto, para en seco. Todo en su cuerpo se inmoviliza. "No bombear, no pestañear" susurra su celebro y ella obedece dócilmente porque tiene miedo de morirse. Está petrificada, está hipnotizada. Carolina observa a un hombre que camina a pocos metros de distancia en dirección opuesta. Alto, fuerte. Grandes entradas y canas mal disimuladas. Gafas de sol y cejas pobladas.
Entonces pasa por su lado, muy cerca, rompiendo esa burbuja transparente que la envuelve, y se aleja a enormes zancadas. A partir de ese momento su padre pasa a ser otro desconocido que invade su espacio vital en el metro. No la ha reconocido, o no la ha querido reconocer, después de casi cinco años.
Carolina no sale de su asombro y su caos interior grita tan fuerte que es imposible entenderlo.
Cierra los ojos, los vuelve a abrir.
Corre.
Grítale.
Dile que eres su hija y él, tu padre.
Mientras tanto Carolina sigue siendo boca de metro, todas las Carolinas que viven dentro de ella le arañan el alma, la desgarran con sus chillidos de desesperación. Quieren ser una sola y ven como la oportunidad se le escapa de sus múltiples manos. Podría arreglar las cosas con su padre, podría reconstruir una vida, algunos sueños. *Soy un árbol: el eje del mundo. Estructura suficiente y completa.*
De nuevo, semáforo en verde. Su padre pone un pie en el paso de peatones. ¿Abrazo de reconciliación?


* El fragmento en cursiva pertenece a De todo lo visible y lo invisible, Lucía Etxebarría

sábado, 18 de julio de 2009

Sin inhalador.

A Carolina no le gusta correr, detesta las prisas, que su corazón se acelere por causas físicas. Sus pulmones tienden a jugarle malas pasadas y acaba axfisiándose. Pero lo que verdaderamente le produce asma es la incertidumbre de no saber si sobrevivirá a los días inestables (o a su mente inestable) su tormenta interna, su soledad intríseca e interminente.
Es asmática al desconsuelo y a la angustia.
Carolina cae de rodillas en la tierra, en un descampado de las afueras de la ciudad. Cierra los ojos y ve al niño de la guardería, aún llora porque se fue sin despedirse. Entonces ella también se pone a llorar como otra niña pequeña que es, la que guarda en lo más profundo.
Siente como se agita un mar de ilusiones
y se chocan unas con otras
y se estrellan
y se hacen añicos.
Carolina es agua turbulenta, torrente febril. Es arroyo inquieto en la arena.
Sus botas se manchan de alvero, al igual que sus pantalones, y sus manos se vuelven de color desierto.
Abre los ojos. Ve piedras, neumáticos quemados, una acústica sin cuerdas y con el mástil roto por la mitad, el cadáver de un árbol, más piedras...
Carolina anduvo dos kilómetros en línea recta desde aquella posición hasta llegar a una gasolinera. En el servicio vomitó la tempestad que llevaba dentro junto con las bilis; seguía en ayunas y hablar de su pasado le provocaba naúseas.

sábado, 11 de julio de 2009

Arte y otros vicios.


Carolina bebe zumo de naranja mientras se pinta las uñas de los dedos de los pies. Las pinta de rojo, su color favorito, que le dicen que le hace juego con la boca. Mis labios son de Marte y el coño, de Venus, pensó una vez justo al terminar un orgasmo.
Carolina es antonímica, sinestésica, paradójica. Contradictoria también pero no siempre, sólo cuando madruga impulsada violentamente por la alarma del despertador o cuando sale empapada de la ducha y surca media casa en pleno enero, buscando una toalla que debería haber estado en la percha del baño. La mayoría de la gente lo llama levantarse con el pie izquierdo, pero como Carolina es zurda, ella piensa que en su caso sería con el derecho.
Se ha terminado el zumo pero sigue con sed, con sed de vivir. Desea desear. Anhela anhelar. Sueña soñar.
Ella quiere ser.
También tiene ansia, mucha, y aún no sabe distinguir de qué porque es algo tan físico y terrenal (casi se le podría considerar banal) que se le escapa de su psyché. Pero no se le escapa que hace mucho que no practica sexo con nadie y empieza a reconocer que lo echa en falta. Carolina ha sido amada por algunos hombres y seducida por algunas mujeres, pero ella sabe que no es bisexual, sólo sabe apreciar la belleza. A veces le gusta pensar que es hermafrodita como Ómicron y que no necesita a nadie para sentir una espiral de vida atravesándole el cuerpo al ritmo de vertiginosas contracciones; a veces le gustaría ser la Dánae de Klimt. Lo cierto es que empieza a tener hambre y no tiene más remedio que cazar para sobrevivir, el amor le parece a día de hoy una promoción de grandes almacenes en rebajas. No lo puede tomar en serio.
Hace cuatro días que se vino a vivir temporalmente a la casa familiar de la playa, aprovechó que estaba deshabitada para instalarse, no sirve para convivir día tras día, noche tras noche y mucho menos con su familia. Piensa que tiene la oportunidad de moverse por calles casi desconocidas y locales donde aún no conocen sus rizos.
Entonces abre la puerta y entra en la terraza a fumar un cigarrillo. Y lo ve. Lo ve. A él. Su vecino, el que vive en otro ático paralelo al suyo, sus terrazas se encuentran muy juntas. Sólo las separa un toldo que ninguno de los dos pretende bajar. Carolina no sabe nada de él pero le gusta fantasear con que es sensible y atento, responsable pero un poco desastre para los horarios e inmaduro para su edad. Debe ser el típico que compra comida precocinada porque todo se le quema y su horno sólo ha conocido pizzas y lasañas de congelador. Pero le gusta el mimo que pone al tender la ropa mientas escucha a los Beatles y los tararea desafinando y canturrea inventándose la letra. El suavizante que usa huele a melocotón y se lo imagina durmiendo envuelto en sábanas blancas, imprenado en una fragancia dulce, dulce como él.
No, definitivamente no hace falta salir de cacería, Carolina es cebo vivo para su presa. Además a ella nunca se le ha dado bien cazar, prefiere pedir la comida a domicio.

jueves, 9 de julio de 2009

Son las tres y no puedo dormir.


Navío sin rumbo. Carne de naufragio inminente. Soy el Titanic del siglo XXI.
Mis pies se hunden cada día más enredándose con mis raíces (las dormidas y las despiertas). Tienen un imán que arrastra también a mis manos, ya casi no me quedan uñas de aferrarme a los maderos que otros rechazan. Ahora el Atlántico me engulle y despierto de mi letargo de ignorancia, me gritan sorda, ciega, inconsciente...

¿Por qué eres espejismo? Maldita sea, si intento atraparte te desvaneces, eres arena que se escurre entre mis dedos.
Y lloro.
Y se hace barro.
Y me hundo.

No me dejas ser desierto contigo.

Quiero (necesito) un chaleco salvavidas, un bote de emergencias,
una tabla lo suficientemente grande como para soportar el peso de la impotencia y de las ansias de tenerte.
Necesito (quiero) liberarme de mi condena: la evidencia, que se puede palpar con los cincos sentidos aún cuando me levanto sorda, ciega, cuado simplemente no me levanto y prefiero seguir inconsciente...Necesito la certeza de que mi vida es más corta que la tuya porque esta noche estaba desnuda y me vestí de decadencia y desierto.
Y lloro.
Y se hace barro.
Y me hundo.

¿A quién se lo puedo pedir? ¿A una divinidad?

¿A quién le puedo pedir ser oasis contigo?

viernes, 3 de julio de 2009

Llama medio apagada (luz desarraigada)

[Cierro los ojos y una voz comienza a tejer en la memoria pedazos de mí esparcidos en el subsconciente. Mis recuerdos cosidos, hilvanados, remendados. Una vida a parches te puedo contar si te atreves a aguantar la respiración conmigo. ]

"-Solyluna, que eres una solyluna."
Así me llamaba mi padre cuando todavía me demostraba algo de cariño, justo al volver del trabajo. Yo tendría cuatro o cinco años y lo esperaba en la puerta a la hora de comer con las manos pegajosas de ilusión infantil: una Barbie en una; un peinecillo rosa en la otra. Nada más entrar me decía aquello y se sentaba en el sofá a esperar a desintegrarse poco a poco, a deshumanizarse, a hacerse cachitos de materia inservible (nuestra asquerosa materia).
Yo esperaba a lo largo de la jornada más palabras como esas. Revoloteaba por el salón fingiendo que hacía algo interesante para captar su atención pero sólo recibía quejas de que no le dejaba ver la tele en paz. Así fue como me cansé de querer ser hija suya, y él, mi padre, y automáticamente pasó a ser mi progenitor y yo su única descendencia.
Trece años más tarde me fui de casa para no volver.Mi progenitor se había convertido en un monigote acolchado sin expresión en el rostro. Ya no sabía si era o no persona.Y mi madre, superviviente de catástrofes antinaturales e indiferencia crónica, decidió salvarse del todo, salir de su isla particular. Me animó a que me fuera, sin ánimos de echarme, para hacer con mi vida algo mejor de lo que había hecho ella, mientras se embarcaba en un bote salvavidas.
Crucé el umbral de la puerta, y como hago siempre que me duele una despedida, no eché la vista atrás. Sin embargo agarré con fuerza, como ahora tu mano, el amuleto que le regalé a mi padre cuando tenía más o menos tu edad. No era más que un mazacote irregular de arcilla y témperas, colores templados de llama medio apagada, suave al tacto. Formaba un sol y una luna. Juntos. Pegados.
Yo soy una dualidad y tú eres otra.
El niño mira su camiseta y comprueba el dibujo en relieve del pecho. Un sol y una luna unidos, con un halo de misterio frunciéndoles la sonrisa. Fue entonces cuando sus ojos se volvieron aún más vivos y se perdieron en los de Carolina durante un interminable minuto.-Solyluna.- Carolina parece que le reprocha al aire que le respira- es lo más sensato que me pudo decir.Casi sin darse cuenta soltó la mano del pequeño y, antes de que éste pudiera reaccionar, le dijo adiós.

Como hace siempre que le duele una despedida no echó la vista atrás. Agarró con fuerza el amuleto y salió corriendo.