sábado, 11 de diciembre de 2010

Ni que viviera en los Alpes suizos.

A veces me pasaba que me quedaba pasmada haciendo cualquier gilipollez. Por ejemplo, peinarme y arreglarme el pelo y luego seguir tocándolo y colocandolo lo mejor posible delante del espejo, aún sabiendo que no serviría para nada. Tengo un pelo muy rebelde, no sé si lo sabes, quizás esté demasiado largo.
Algo así me pasó aquella tarde que quedé con Irene para tomar un café. Bueno, lo del café era una excusa, porque yo lo que en realidad quería era convencerla para que dejara de una vez a la Señorita Rottenmeier que tenía por madre para que compartiera piso conmigo. Me caía bien, cada vez mejor y eso era raro en mí porque casi nadie me cae bien. Necesitaba estar con alguien, compartir la nevera, oír pasos que no fueran los míos; llegar al trabajo y que mi voz no sonara ronca por no haber podido hablar antes con nadie.
Pues eso, que llegué tarde y me dio coraje porque no me gusta hacer esperar a la gente, pero al final resultó ser ella la que me hizo esperar a mí. Su madre me abrió la puerta, derrochando simpatía y hospitalidad, y tras tirarme un rato esperando en el recibidor, porque la muy zorra no me dejaba pasar (no sé por qué no me tragaba, ¿tan grave era apartarla de su hija con treinta años bien cumplidos?) que al final le dije "Mire, que mejor espero abajo y así me siento". Luego me echó una mirada asesina y sin decir nada, me abrió la puerta para que me marchara.
En el portal hacía un frío tremendo, aquellas baldosas de mármol irradiaban toda la frialdad que probablemente aquellas familias acomodadas desprendían con sus sonrisas falsas y sus rostros estirados. No me gustaba nada ese ambiente, Irene no pintaba nada allí, o eso parecía en el trabajo. Yo al menos no la imaginaba siendo una de esas personas que se mueven bajo una programación y que ni siquiera son capaces de admitirlo, se creen muy inteligentes y muy glamurosos, pero la están cagando. La están cagando.
Estaba absorta en toda esa vorágine mental cuando del ascensor salió ella. Me dijo, con un poco de reparo, "Mi madre me ha dicho que preferías esperarme aquí, ¿Carolina, ha pasado algo?"
Pobrecita mía, lo que le quedaba por aprender. "Que va, estoy perfectamente, lo que no sé es como has podido aguantar treinta años con un palo por el culo"
En el fondo me dio pena, pero no puedo evitar ser brusca a veces. Al menos se echó una carcajada y eso sirvió para romper el hielo, el hielo que llevaba adherido a la piel desde hacía tanto tiempo.