jueves, 25 de junio de 2009

Alguien más pequeño aún.

Carolina saltó de la cama. Ya había amanecido hacía rato y se cansaba de enrollarse en las rayas de sus sábanas (el malva y el naranja fosforito se le agarraban a la piel como garrapatas). Se duchó y salió a la calle sin desayunar, con la melena aún empapada en agua y dudas. Mientras sus rizos goteaban los sinsabores de su cotidianeidad, la rutina perpetua que le quebraba el alma a cada minuto, su camisa blanca se mojaba, poquito a poco, hasta volverse translúcida; hasta hacerse transparente. Se le veía el sujetador.
Como era normal (casi formaba parte de su rutina) tenía que soportar a su paso miradas indiscretas y radiografías oculares por parte de transeúntes de toda clase y condición. Carolina caminaba con paso decidido: su pelo eran curvas que bailaban en el vertiginoso ritmo urbano (tráfico y humo); las gafas de sol ocultaban su mirada distraída y sus desiertos; su camisa insinuante por las gotitas que se resbalaban cada vez más pequeñas. Agua, agua, agua. Siempre iba sumergida en su mundo paralelo.
Entonces Carolina, que huía del rumbo fijo y lo pedantemente predecible, se acercó a la puerta de una guardería donde algunos niños rezagados y adheridos a sus madres se despedían de la libertad que les brindaba el no medir más de metro diez para pasar la jornada entre cojines horteras y plastilina, cantando gilipolleces que, por suerte o por desgracia, acabarían recordando el resto de sus vidas. (¡Gafas de sol fuera!) Ella se fijó en el pequeño de ojos increíblemente vivos que se abrazaba a la pierna de su madre como un koala a un tronco de árbol. Él también se fijó en ella, se soltó de su progenitora y corrió a sentarse en el escalón de la puerta sin dar explicaciones. Mudo y desafiante. Quieto.
Carolina no pudo evitar acercarse al pequeño cuyos ojos la tenía hipnotizada. La última vez que había vivido algo semejante su loco corazón bailaba frenéticamente al son de una melodía que se tatuaba a fuego lento en su pecho, soltando chispazos, cargas eléctricas en forma de caricias que denominó "montaña rusa" : una agresiva, otra dulce y así sucesivamente.
Cuando lo tuvo delante abrió la boca pero no fue capaz de decir nada. El niño se le adelantó:
-¿Tú quién eres? Miras mucho.
-Yo... soy... Yo hago magia.
-¿Magia? - El pequeño decepcionado preguntaba con incredulidad.
-Sí, magia. Puedo demostrártelo, puedo hacer magia para ti...
- No tienes varita.
-...con palabras - Su voz sonó aterciopelada y vibrante.- ¿Quieres que te cuente un cuento?
-Vale.

7 comentarios:

Manuel Anarte dijo...

Me encanta como escribes.

Te quiero(L)

PD: tienes tarea

Ñañá

Manuel Anarte dijo...

Me has dejado amsinivjvcdsk(L)

Dara dijo...

Cat dice que no todo el mundo sabe hacer magia con palabras. Que eso es muy, muy difícil.



un miau de brioche con mantequilla :)

marta dijo...

Me gusta Carolina, y que sepa hacer magia con las palabras. Eso es un don,un don que el niño advertirá con ilusión.
Tú también tienes un don, ¿lo sabías?
Un beso MUYGRANDE :)

Anónimo dijo...

Quisiera contagiarme de su y tu magia (que al fin y al cabo es la misma)

Isa dijo...

Te superas, y te superas y te superas; y yo alucino y me fascino y me quedo.. :O

Neer Nothingmore dijo...

Que genial :) tus textos son..son.. como definirlo tan reales, profundos, MÁGICOS? Sí creo que esa es la palabra :P

encantada carolina me uno a tus seguidores

bss